26 sept 2013

35.- Conchita... "Un amor perdido", relato


Muy bonita esta historia de amor que nos cuenta nuestra colaboradora: Conchita Alonso.
  Como siempre un placer leerte y muchas gracias.




Regresé a aquella casa en donde había pasado los mejores años de mi juventud. Ahora, a juzgar por sus ventanas cerradas y sus persianas bajadas daba la impresión de que nadie habitaba en ella.

Allí viví con el amor de mi vida. Con él mi corazón palpitaba y mis ojos reflejaban el fulgor de la felicidad y la ilusión que me embargaba.

Estaba absorta frente a su fachada, rememorando aquellos años vividos cuando noté un ligero toque a mi espalda. Me volví con el alma en vilo creyendo que iba a aparecer ante mí el ser tan querido, pero me encontré frente al portero de la finca que tan bien se portó con nosotros. Nos estrechamos las manos con afecto y me propuso que subiera, que todo estaba como él lo había dejado. Yo no me hice de rogar y acepté su ofrecimiento. Al quedarme sola, me quedé paralizada en la puerta sin atreverme a dar un paso que me condujera a aquellas estancias en donde ni los cuentos de las mil y una noches hubiesen sido comparables con lo allí vivido. Pero me faltaba él, su voz, sus palabras que siempre me reconfortaban y, armándome de valor, dirigí mis pasos al que había sido nuestro rincón de amor. Una punzada sentí en mi pecho al divisar que en la mesilla de noche había dejado una fotografía mía, la más bella de cuando fui feliz.

Me quedé anonadada, sin saber que hacer, la casa estaba fría, desolada, y en  el fondo de mi mente empezaron a aflorar aquellos momentos que entonces me hicieron tan feliz. Qué anhelo sentí de revivirlos, de recordar su risa bulliciosa cuando al levantarme del lecho me cubría con la sábana para no mostrarme desnuda y él se reía de mi pudor. Después dirigí mis pasos a la cocina y de nuevo le recordé de espaldas a la puerta fingiendo que no me oía y yo me abrazaba a él alborozada, muerta de amor.

Pero una congoja se iba adueñando de mí en aquella casa, los recuerdos se agolpaban, aquellos que ya creía olvidados los veía tan claros como si el tiempo no hubiese transcurrido, nítidos como si fuese ayer.

Me senté en el sillón del salón y cerré los ojos. Quería soñar con su presencia, con sus brazos, con su boca, con su risa que tan feliz me hacía. Para mí fue el sueño de mi vida completamente logrado, mi única pasión que yo creía también la suya. Se convirtió en el dueño de mis pensamientos, de mis actos, de mi vida. Para mí era como el fuego que nunca se apaga, como el brillar del sol, para mí era la noche y el día, era toda mi protección. Recordaba sus palabras cuando a él me abrazaba, me decía sonriendo que no podía apretarme más, que me iba a hundir en su pecho.

La gente nos envidiaba, decía que no había otra pareja tan feliz.

Ahora, al recordarlo, me arrepiento de mi entrega sin límites, de no haberle hecho padecer los achares del amor, pero entonces mi juventud y mi sencillez no me lo hubiesen permitido. Para mí era el hombre que nunca mentía, el que siempre me iba a querer. Adoraba su sonrisa, siempre sincera y afectuosa, y sus ojos que se clavaban en mí y me aprisionaban, me gustaba acariciar su pelo negro y sedoso, su media sonrisa cuando bromeaba y reclinar mi cabeza en su pecho escuchando los latidos de su corazón. Ahora me hubiera dado miedo tanta dicha, pero, entonces, ausente de malicia, me sentía la más feliz de las mujeres. No tenía quejas de él, me trataba como si fuera princesa y yo me sentía resplandeciente como un brillante al que todo el mundo mira.

Le conocí en un tren, iba sentado a mi lado y las horas que pasamos juntos fueron decisivas para que sucumbiéramos a nuestra atracción.

Yo me sentía tan feliz que en mi pensamiento no cabía el engaño y la traición.

Ahora entiendo que nuestro mundo era irreal, algo que no podía durar. Pasaron unos años y un día al entrar en la casa desvió su mirada de la mía y no me sonrió. Era la primera vez que ocurría y algo se agitó en mis entrañas que no iba a dejarme vivir. Empezaron los recelos, las preguntas indiscretas y las respuestas sin salida. Mi mundo cambió de color y la angustia invadió mi corazón. Ya no me miraba con esa pasión de los primeros tiempos, ni me abrazaba como antes lo hacía. Ya no me preguntaba si le quería y a veces solo notaba compasión en sus ojos. Un día, ante una inocente pregunta mía, perdió los nervios y estalló, me dijo que le dejase solo, que le atosigaba con mi atención y me di cuenta de lo cobarde que era al evitar enfrentarse a mis preguntas o contestar con evasivas.

Muerta de dolor le hice la pregunta que más temía, la que me daba pudor después de tanto tiempo de amor, pero me vencí a mí misma y le insté a que me dijese si aún me quería, si sentía lo mismo por mí. Cerró los ojos por un instante eterno, pero al abrirlos advertí la tormenta con la que luchaba y, con todo el valor que la ocasión le brindaba, me dijo con voz desconocida que tan solo me quería como amiga. En aquél momento me sentí morir, hubiese preferido desaparecer bajo tierra, echar a correr, esconderme en el lugar más alejado del planeta, pero me tragué las lágrimas y con una fuerza que no sentía, desaparecí de su vista y me encerré en mi habitación.

En un minuto mi vida se transformó, luché conmigo misma para mantener mi orgullo, para no sucumbir con mis súplicas, para no derrumbarme ante él como si fuese el único hombre que existía. Aquella noche sentía que mi mundo giraba sobre sí mismo, que perdía la fe, la confianza, el ansia de vivir y pasé los momentos más amargos de mi vida.




Al día siguiente, aprovechando su ausencia, hice mis maletas y le abandoné, me marché a la que fue mi casa antes de conocerle y allí me refugié, lloré hasta la extenuación, no hizo falta que me dijese que existía otra mujer, algo que me había negado a creer pero que entonces lo vi claramente.

Me estuvo llamando muchos días pero a ninguna de sus llamadas contesté, me encontraba atormentada, herida de muerte en la soledad más angustiante. Vino a verme a mi trabajo pero no me atreví a enfrentarme a él, no quería que notase el fracaso en mis ojos ni que sintiera piedad por mí, pero cuando llegué a mi casa me encontré con una carta, la explicación que tanto temía, que se había enamorado de otra mujer. Mi mundo se vino abajo ante esta revelación, esperada pero dolorosa, y me obligué a cambiar de actitud, a salir con amigos, a hacer cosas que nunca hice, hasta que un día descubrí que ya no existía para mí, que el mazazo que recibí había roto mi corazón y lo había dejado seco para el resto de mi vida, incluso para él, como un trozo de hielo que no se deshace.

Tres años pasaron cuando un día lo encontré esperándome a la salida de mi casa. Había cambiado, ya no era el hombre que me enamoró. Me dijo que estaba solo desde hacía tiempo, que regresara con él que seguía siendo la mujer de su vida. Le creí y lo que quedaba en mi corazón renació de sus cenizas y volví con él. Pero me di cuenta de que había perdido el amor y la ilusión, que ya no podía vivir a su lado y a pesar de sus intentos y sus ruegos, le abandoné de nuevo. Tampoco yo era la misma mujer, ya no confiaba en él, las dudas y el resentimiento atrofiaron mi interior. Ni yo misma comprendía mi comportamiento y mucho menos el estado de enajenación que padecía.

A los dos años me dijeron que había fallecido de un ataque al corazón. Me quedé petrificada, sumida en la angustia, el dolor y el remordimiento, sin saber qué rumbo dar a mi vida pues en el fondo de mí guardaba ese sentimiento que a veces muere y otras se esconde pero que nunca pude desaparecer.
Ahora me encuentro sola, tirando del carro de mi vida, pero me acosa una  pregunta insistente que nunca sabré su contestación. No me gustaría dejar este mundo sin saber la respuesta y el destino una vez más, me lo iba a poner en bandeja.

Me levanté del sillón, recorrí de nuevo la casa, apagué las luces y salí con el alma encogida.  Era mi último adiós, ya no volvería nunca ni martirizaría más mi corazón con aquellos recuerdos vivientes que albergaban sus paredes. Pero en la puerta, al bajar del ascensor, me esperaba el portero que tanta fidelidad nos demostró.

- Señorita, me dijo, ¿ha visto la carta?

- ¿Qué carta? Le respondí intrigada, esperanzada.

- La que está en el cajón de la mesilla. Esperaba su visita para dársela porque desconozco su dirección. Suba usted de nuevo. Ha sido una pena, que se perdiese ese amor. Lo sé porque estaba el sobre abierto y no pude evitar leerla. Perdone mi indiscreción.

Mi corazón empezó a latir con desesperación. Reconocí su letra tan querida y tan amada. En ella estaba la respuesta a mi pregunta. Me decía que siempre fui su gran amor, que le perdonase por haber destruido mi vida, la de los dos, que desde el primer día que se marchó con aquella mujer supo el error que había cometido, que no le importaba morir y que entendía mi desamor. Era una carta sincera, de despedida, quizá si la hubiese leído antes, las cosas hubieran sido distintas entre los dos.

Esto provocó un vuelco en mi conciencia, una revolución en mis sentimientos y pensé que hubiese preferido quedar en la ignorancia, pues, al menos, no me perseguirían los fantasmas del pasado ni mi conciencia me acusaría de haber actuado con el orgullo de una mujer herida, de haberle negado la oportunidad que tanto me había pedido y que le conduje sin querer al abismo en el que yo misma estaba inmersa.

Ahora me encuentro abatida, arrepentida de no haber creído en su amor, el único que él había tenido, el único que tuve yo. Ahora le visito todos los días y ante su tumba le ruego su perdón, ya no tengo esperanzas en mi vida y solo espero el momento de poder verle otra vez en ese mundo desconocido, en cuya existencia confío que sane mi corazón.





Conchita Alonso