Muy bonita esta historia de amor que nos cuenta nuestra colaboradora: Conchita Alonso.
Como siempre un placer leerte y muchas gracias.
Regresé a aquella
casa en donde había pasado los mejores años de mi juventud. Ahora, a juzgar por
sus ventanas cerradas y sus persianas bajadas daba la impresión de que nadie
habitaba en ella.
Allí viví con el amor
de mi vida. Con él mi corazón palpitaba y mis ojos reflejaban el fulgor de la
felicidad y la ilusión que me embargaba.
Estaba absorta frente
a su fachada, rememorando aquellos años vividos cuando noté un ligero toque a
mi espalda. Me volví con el alma en vilo creyendo que iba a aparecer ante mí el
ser tan querido, pero me encontré frente al portero de la finca que tan bien se
portó con nosotros. Nos estrechamos las manos con afecto y me propuso que
subiera, que todo estaba como él lo había dejado. Yo no me hice de rogar y
acepté su ofrecimiento. Al quedarme sola, me quedé paralizada en la puerta sin
atreverme a dar un paso que me condujera a aquellas estancias en donde ni los
cuentos de las mil y una noches hubiesen sido comparables con lo allí vivido.
Pero me faltaba él, su voz, sus palabras que siempre me reconfortaban y,
armándome de valor, dirigí mis pasos al que había sido nuestro rincón de amor.
Una punzada sentí en mi pecho al divisar que en la mesilla de noche había
dejado una fotografía mía, la más bella de cuando fui feliz.
Me quedé anonadada,
sin saber que hacer, la casa estaba fría, desolada, y en el fondo de mi mente empezaron a aflorar
aquellos momentos que entonces me hicieron tan feliz. Qué anhelo sentí de
revivirlos, de recordar su risa bulliciosa cuando al levantarme del lecho me
cubría con la sábana para no mostrarme desnuda y él se reía de mi pudor.
Después dirigí mis pasos a la cocina y de nuevo le recordé de espaldas a la
puerta fingiendo que no me oía y yo me abrazaba a él alborozada, muerta de
amor.
Pero una congoja se
iba adueñando de mí en aquella casa, los recuerdos se agolpaban, aquellos que
ya creía olvidados los veía tan claros como si el tiempo no hubiese
transcurrido, nítidos como si fuese ayer.
Me senté en el sillón
del salón y cerré los ojos. Quería soñar con su presencia, con sus brazos, con
su boca, con su risa que tan feliz me hacía. Para mí fue el sueño de mi vida
completamente logrado, mi única pasión que yo creía también la suya. Se
convirtió en el dueño de mis pensamientos, de mis actos, de mi vida. Para mí
era como el fuego que nunca se apaga, como el brillar del sol, para mí era la
noche y el día, era toda mi protección. Recordaba sus palabras cuando a él me
abrazaba, me decía sonriendo que no podía apretarme más, que me iba a hundir en
su pecho.
La gente nos
envidiaba, decía que no había otra pareja tan feliz.
Ahora, al recordarlo,
me arrepiento de mi entrega sin límites, de no haberle hecho padecer los
achares del amor, pero entonces mi juventud y mi sencillez no me lo hubiesen
permitido. Para mí era el hombre que nunca mentía, el que siempre me iba a
querer. Adoraba su sonrisa, siempre sincera y afectuosa, y sus ojos que se
clavaban en mí y me aprisionaban, me gustaba acariciar su pelo negro y sedoso,
su media sonrisa cuando bromeaba y reclinar mi cabeza en su pecho escuchando
los latidos de su corazón. Ahora me hubiera dado miedo tanta dicha, pero,
entonces, ausente de malicia, me sentía la más feliz de las mujeres. No tenía
quejas de él, me trataba como si fuera princesa y yo me sentía resplandeciente
como un brillante al que todo el mundo mira.
Le conocí en un tren,
iba sentado a mi lado y las horas que pasamos juntos fueron decisivas para que
sucumbiéramos a nuestra atracción.
Yo me sentía tan
feliz que en mi pensamiento no cabía el engaño y la traición.
Ahora entiendo que
nuestro mundo era irreal, algo que no podía durar. Pasaron unos años y un día
al entrar en la casa desvió su mirada de la mía y no me sonrió. Era la primera
vez que ocurría y algo se agitó en mis entrañas que no iba a dejarme vivir.
Empezaron los recelos, las preguntas indiscretas y las respuestas sin salida.
Mi mundo cambió de color y la angustia invadió mi corazón. Ya no me miraba con
esa pasión de los primeros tiempos, ni me abrazaba como antes lo hacía. Ya no
me preguntaba si le quería y a veces solo notaba compasión en sus ojos. Un día,
ante una inocente pregunta mía, perdió los nervios y estalló, me dijo que le
dejase solo, que le atosigaba con mi atención y me di cuenta de lo cobarde que
era al evitar enfrentarse a mis preguntas o contestar con evasivas.
Muerta de dolor le
hice la pregunta que más temía, la que me daba pudor después de tanto tiempo de
amor, pero me vencí a mí misma y le insté a que me dijese si aún me quería, si
sentía lo mismo por mí. Cerró los ojos por un instante eterno, pero al abrirlos
advertí la tormenta con la que luchaba y, con todo el valor que la ocasión le
brindaba, me dijo con voz desconocida que tan solo me quería como amiga. En aquél
momento me sentí morir, hubiese preferido desaparecer bajo tierra, echar a
correr, esconderme en el lugar más alejado del planeta, pero me tragué las
lágrimas y con una fuerza que no sentía, desaparecí de su vista y me encerré en
mi habitación.
En un minuto mi vida
se transformó, luché conmigo misma para mantener mi orgullo, para no sucumbir
con mis súplicas, para no derrumbarme ante él como si fuese el único hombre que
existía. Aquella noche sentía que mi mundo giraba sobre sí mismo, que perdía la
fe, la confianza, el ansia de vivir y pasé los momentos más amargos de mi vida.
Al día siguiente,
aprovechando su ausencia, hice mis maletas y le abandoné, me marché a la que
fue mi casa antes de conocerle y allí me refugié, lloré hasta la extenuación,
no hizo falta que me dijese que existía otra mujer, algo que me había negado a
creer pero que entonces lo vi claramente.
Me estuvo llamando
muchos días pero a ninguna de sus llamadas contesté, me encontraba atormentada,
herida de muerte en la soledad más angustiante. Vino a verme a mi trabajo pero
no me atreví a enfrentarme a él, no quería que notase el fracaso en mis ojos ni
que sintiera piedad por mí, pero cuando llegué a mi casa me encontré con una
carta, la explicación que tanto temía, que se había enamorado de otra mujer. Mi
mundo se vino abajo ante esta revelación, esperada pero dolorosa, y me obligué
a cambiar de actitud, a salir con amigos, a hacer cosas que nunca hice, hasta
que un día descubrí que ya no existía para mí, que el mazazo que recibí había
roto mi corazón y lo había dejado seco para el resto de mi vida, incluso para
él, como un trozo de hielo que no se deshace.
Tres años pasaron
cuando un día lo encontré esperándome a la salida de mi casa. Había cambiado,
ya no era el hombre que me enamoró. Me dijo que estaba solo desde hacía tiempo,
que regresara con él que seguía siendo la mujer de su vida. Le creí y lo que
quedaba en mi corazón renació de sus cenizas y volví con él. Pero me di cuenta
de que había perdido el amor y la ilusión, que ya no podía vivir a su lado y a
pesar de sus intentos y sus ruegos, le abandoné de nuevo. Tampoco yo era la
misma mujer, ya no confiaba en él, las dudas y el resentimiento atrofiaron mi
interior. Ni yo misma comprendía mi comportamiento y mucho menos el estado de
enajenación que padecía.
A los dos años me
dijeron que había fallecido de un ataque al corazón. Me quedé petrificada,
sumida en la angustia, el dolor y el remordimiento, sin saber qué rumbo dar a
mi vida pues en el fondo de mí guardaba ese sentimiento que a veces muere y otras
se esconde pero que nunca pude desaparecer.
Ahora me encuentro
sola, tirando del carro de mi vida, pero me acosa una pregunta insistente que nunca sabré su
contestación. No me gustaría dejar este mundo sin saber la respuesta y el
destino una vez más, me lo iba a poner en bandeja.
Me levanté del
sillón, recorrí de nuevo la casa, apagué las luces y salí con el alma
encogida. Era mi último adiós, ya no
volvería nunca ni martirizaría más mi corazón con aquellos recuerdos vivientes
que albergaban sus paredes. Pero en la puerta, al bajar del ascensor, me
esperaba el portero que tanta fidelidad nos demostró.
- Señorita, me dijo,
¿ha visto la carta?
- ¿Qué carta? Le
respondí intrigada, esperanzada.
- La que está en el
cajón de la mesilla. Esperaba su visita para dársela porque desconozco su
dirección. Suba usted de nuevo. Ha sido una pena, que se perdiese ese amor. Lo
sé porque estaba el sobre abierto y no pude evitar leerla. Perdone mi
indiscreción.
Mi corazón empezó a
latir con desesperación. Reconocí su letra tan querida y tan amada. En ella
estaba la respuesta a mi pregunta. Me decía que siempre fui su gran amor, que
le perdonase por haber destruido mi vida, la de los dos, que desde el primer
día que se marchó con aquella mujer supo el error que había cometido, que no le
importaba morir y que entendía mi desamor. Era una carta sincera, de despedida,
quizá si la hubiese leído antes, las cosas hubieran sido distintas entre los
dos.
Esto provocó un
vuelco en mi conciencia, una revolución en mis sentimientos y pensé que hubiese
preferido quedar en la ignorancia, pues, al menos, no me perseguirían los
fantasmas del pasado ni mi conciencia me acusaría de haber actuado con el
orgullo de una mujer herida, de haberle negado la oportunidad que tanto me
había pedido y que le conduje sin querer al abismo en el que yo misma estaba
inmersa.
Ahora me encuentro
abatida, arrepentida de no haber creído en su amor, el único que él había
tenido, el único que tuve yo. Ahora le visito todos los días y ante su tumba le
ruego su perdón, ya no tengo esperanzas en mi vida y solo espero el momento de
poder verle otra vez en ese mundo desconocido, en cuya existencia confío que
sane mi corazón.
Conchita Alonso
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