9 sept 2012

3.- Victor... "Una historia gatuna"

Victor escribe:



“Una  historia gatuna”


Me gusta recordar aquellos tiempos en que la inocencia se mezclaba con la naturalidad y permitía que las personas pareciesen ser un permanente soplo de aire fresco; no me puedo referir a otro momento que al de la niñez, siendo consciente de que es imposible saber y haberlo vivido todo, lo único que puedo recordar es mi propio pasado, y aunque por  desgracia no todo, pero siempre de una forma muy personal, así es la naturaleza de la memoria, totalmente caprichosa.
Vivía con mi familia, en una de esas casas con parcela alrededor, las llaman chalés, con su jardín, sus aceras bordeando la casa, con su valla, y las plantitas, una preciosidad que nos tenía a todos permanentemente pringados reparándola, arreglándola y manteniéndola, sobre todo los fines de semana. Una morada tan estupenda, es para una familia que pueda pagar quien le haga las cosas, pero la historia no cuenta ninguno de esos detalles.  Habla de un día de verano, uno de esos, en que el canto de las chicharras  obliga a recordar el calor que hacía, un bochorno que se tornaba líquido y pastoso a la vez y que fulminaba inclemente al que osaba desafiarlo.
 
Mi hermano y yo, dos pillos sin nada que hacer, excepto pensar en una nueva travesura, que nos permitiera pasar un buen rato, ya que nadie era capaz de hacernos echar la siesta. Hacíamos bien nuestra labor, pensando e hilando  algo que nos mantuviese entretenidos. No era tarea sencilla, debía ser algo interesante, novedoso, nada que ya hubiésemos hecho  anteriormente. Como es lógico, el mayor es quien ponía el cerebro, las condiciones del plan, y se preocupaba de llevar a cabo la logística. Después venían las culpas, que siempre llegaban inexorables, éstas serían compartidas, pero mis padres no eran precisamente ecuánimes y repartían por edades. Eran conscientes de quien era el autor y artífice de la obra y tenía experiencia, ganada en anteriores repartos de justos castigos. No pensábamos en eso, ahora lo importante era llenar con algo nuevo, el tiempo de aburrimiento que comenzaba a corroernos por dentro.


Muchas veces, los gatos que andaban por casa eran muy cariñosos con nosotros, habían sido nuestros compañeros de juegos. Entre ellos había una jerarquía, sólo conocida por ellos mismos y por los que estábamos siempre a su lado. La jefa de todos era una gata tuerta, la primera que llegó a casa y que de haber podido hablar, nos hubiese obsequiado con multitud de historias de una vida gatuna plena e intensa, "La Tuerta" o "Princesa de Éboli"  porque la llamábamos de ambas formas, era una gata ya con edad, que ejercía con naturalidad su dominio sobre los gatos de casa y de todo el barrio, ningún otro gato osaba interponerse entre ella y sus caprichos, ninguno era tan insensato. 

Tenía una hija de su primera camada, una preciosa gata gris, como es obvio la llamábamos “La Gris”, era una auténtica preciosidad, educada, respetuosa, considerada y fiel al clan gatuno de casa. Cuando criaban se preocupaba de sus cachorros y de los de "La Tuerta", que solía aprovecharse de su estatus social, y mantenía su vida en sociedad, muy al día, dejando los trabajos menores en manos de "La Gris". Mientras ella se dedicaba a mantener el respeto de sus súbditos, y a meter el hocico con todos los bigotes, en los platos de cualquiera que no tuviese cuidado de dejarlo protegido convenientemente, humanos incluidos. 


Ambas gatas eran las guardianas de la casa y muchas veces las vi cabalgando, agarradas con las uñas a lomo de algún perro insensato, que ignorante de lo que se le venía encima, se había metido en el señorío del clan gatuno de mi casa. Durante aquel tiempo, siempre se quedaba en casa algún macho joven, generalmente rubito, que las complementaba. Recuerdo alguno de sus nombres, “Piti” “Cloty” “Piticlín” y otros muchos… solían ser los gatos que quedaban de las camadas de ambas gatas, gozaban siendo el objeto de sus cariñitos permanentes, dejándose lamer y mimar por sus progenitoras. 

Pero su vida invariablemente, se tornaba insoportable, cuando,  junto con la luna llena, dos veces al año, les llegaba  el celo a su madre y a su abuela; entonces aparecían los “Romeos” con sus maullidos suplicantes, sus disputas y su eterno intento de dominar a las hembras, ligones profesionales, que iban buscando sexo a saco. Los machitos jóvenes de mi casa dejaban de estar bajo la protección de sus progenitoras para pasar a ser vapuleados por todo gato hecho y derecho que aparecía por casa con intenciones evidentes, de sexo, lujuria y desenfreno. Para entonces ellos no estaban completamente formados, como adultos, pero sí lo suficiente como para ser tratado como rival, no es necesario decir, que un gato viejo y bragado, un macho con la cara llena de cicatrices, encontraba un placer especial en amargarle la vida al machito de turno que aún no había emancipado, abandonando el hogar familiar. 
Con esta estirpe de buenos gatos, cercanos a nosotros y partícipes de muchos de nuestros juegos, con los que experimentábamos de mil maneras. Desde colgar una loncha de mortadela, con una pinza del tendedero y observar cómo se las ingeniaba nuestro particular clan gatuno, para llegar hasta ella y devorarla, hasta vestirlos con ropas inverosímiles, falditas, jersecitos de papel, gorritos y cualquier cosa que se nos ocurriese, pasando por lanzarlos al tejado para que acabasen con los numerosos nidos, o averiguar la altura mínima desde la que un gato es capaz de caer de pie, que es menos de una cuarta del suelo. La lista de cosas que compartimos con ellos era enorme, pero lo que siempre fue invariable, es que siempre acudían a nuestra llamada, porque ellos estaban muy a gusto con nosotros.
Aquel día, finalmente resolvimos hacer unos helados caseros, la receta era bien sencilla, echar Cocacola y Fanta de naranja en unos vasitos, con un palillo a modo de “palo de polo” y metidos en el congelador. Un invento que hasta el momento aún no habíamos probado, pero que prometía ser interesante. Como en todas las casas grandes, mi madre almacenaba el congelado en un arcón enorme que estaba en el sótano, allí estaban los conejos, los filetes de ternera, el pollo, pescado, y un sinfín de cosas que un ama de casa habitualmente guarda en un congelador. Con los vasitos preparados, para el tema que nos ocupaba y seguidos de cerca por un par de gatos, que no desperdiciaban la oportunidad de meter los bigotes en algún sitio, esperando la ocasión oportuna para hacerse con algo interesante o simplemente para jugar con nosotros.  Metimos los futuros helados en el congelador, sin más precauciones que evitar que la tapa del arcón nos atizase un buen cogotazo. De haber estado pendientes, nos habríamos dado cuenta de que "Piti"  el gatazo rubio, y golosón que nos acompañaba, estaba dentro cuando cerramos la tapa. Allí permaneció el pobre hasta que mi madre bajó a buscar algo para descongelar antes de la cena.  

La imagen del gato congelado en el interior debió sorprender mucho a mi madre, porque el grito se oyó en toda la casa, incluso diría que también en las casas de alrededor, el revuelo que se formó nos hizo sentir el miedo, entrando en nosotros, como un mal olor penetra a través de la nariz. No sabíamos si el pobre "Piti" estaba vivo o muerto, estaba bastante tieso, y hecho una bolita, el pobre debía haberlo pasado muy mal, en un sitio tan oscuro y tan frío, pero había que intentar sacarlo de ese estado.
Mi madre tenía lágrimas en los ojos y las miradas furiosas que nos echaba parecían quemarnos. Subimos al pobre gato al cuarto de estar, con urgencia, pero con cuidado, inmediatamente mi madre me envió a buscar a Gaspar. El señor Gaspar era el vecino de la casa contigua, un hombre mayor que durante toda su vida había sido practicante, a día de hoy sería un ATS, nomenclaturas distintas, para denominar lo mismo en épocas diferentes, aunque creo que antaño se le otorgaba  más respeto a los sanadores que hoy en día. Encontré al hombre junto a un cubo de yeso, estaba colocando una puerta  en su casa. Cuando le expliqué lo que había. Decidió que no merecía la pena su presencia y que el gato si habría de vivir, viviría, si había de morir, moriría. Alguno de ellos la había robado alguna chuleta y alguna tajada de pollo del alfeizar de su ventana y sus simpatías no estaban con ellos.
Me preguntó que si tenía alcohol en casa y le dije que no había, así que me recomendó que usase gasolina de los aviones de aeromodelismo, que sí había en casa, para darle friegas con ella al gato. Todos estaban alrededor del gato cuando aparecí con el trapo y la gasolina, como me lo había explicado a mí y me sentía culpable se las di yo mismo, bajo la atenta mirada de mi hermano y mi madre. El gato no reaccionaba, me dio por pensar que estaba muerto, pero al darle con la gasolina en el culo, no sé si le escoció o qué, pero se movió. Estaba preocupado por su reacción, podría mostrase cariñoso, o enfadado, no dejaba de ser un gato, y los gatos se caracterizan por no mostrar cómo están de humor, nunca se sabe cómo van a reaccionar.
Al ver que se movía, me alejé de él, hice bien, porque de inmediato arrugó el lomo y bufó, aunque más que un bufido, parecía un rugido. El salto que siguió al bufido fue espectacular, de una forma impresionante el gato estaba subido en lo más alto del cortinero, arrancando casi una de las cortinas; desde ahí, de un salto pasó al sofá, del sofá, entre maullidos y bufidos de irritación, se subió a la televisión. Para entonces ya no quedábamos ninguno en el cuarto de estar, dejamos allí encerrada a la fiera, aquello se había convertido de golpe y porrazo en algo muy peligroso, oíamos caer las figuritas y por el jaleo parecía que en vez de uno, había cinco gatos y todos enzarzados en una lucha sin cuartel.
Al poco, llegó un momento en que ya no se oía ruido, es como si el gato no estuviese. Con temor, abrí la puerta y pude verle despatarrado en el mismo lugar que le habíamos dado las friegas. Estaba allí tirado como un muñeco. No se movía nada, nos acercamos, el gato seguía sin moverse, el pobre "Piti", el gato más simpático que habíamos tenido nunca, que ronroneaba y se acercaba a uno para que le cogieses en brazos y parecía que quería mamar de ti, siempre que llevabas un jersey. Verlo así sin moverse, daba mucha pena, a pesar del estropicio que había formado. Nadie decía nada, pero todos nos preguntábamos lo mismo, qué le había pasado. Mi hermano fue el que puso palabras a nuestros pensamientos, ¿Qué le ha pasado al gato?Justo en ese momento, Gaspar entró por la puerta de casa, a tiempo de oír la pregunta de mi hermano. La respuesta fue rápida, clara y sencilla.

- No le ha pasado nada, dijo: - Lo único es que se le ha acabado “la gasolina”.

Victor