Había subido las escaleras de un cielo en ruinas y me colé en su
interior a través de un boquete en el muro. Risas, olor a sudor, tabaco, besos
de bienvenida, alcohol, mucho alcohol. Soledad, mucha soledad. Una miniatura de
mujer se me insinuaba agresiva en la distancia. Estaba demasiado borracho para
continuar aquel juego.
Pasó el tiempo, no recuerdo cuanto; entonces la volví a
ver, al fondo, entre decenas de cuerpos intoxicados. Y me pareció ver un ángel
del cielo. Dejé de escuchar las voces alrededor, mi mente recuperó la lucidez,
un shock, una bofetada de adrenalina que convirtió el vino en agua; yo era el
Anticristo en las bodas de Canaán. Y recordé con violencia que amaba con locura
a esa mujer. Y la miré, y me dolía mirarla. Ella besaba a su acompañante, y me
dolía mirarles, me dolía excitarme con su placer. Y dejé de mirar. Busqué
desesperadamente a la miniatura de mujer; ahora sí podía mantener el duelo.
Entonces el ángel se me acercó, la oí a mi espalda, la olí a mi espalda, la
sentí a mi espalda. Me giré y estábamos solos. Sus labios se unieron a los míos
y puso en su beso todo y nada...
Todo el amor y todo el odio. Adiós,
amor mío, dijo, y me estaba ofreciendo su alma. Y yo le contesté desde
el fondo de mi dolor. Mi mente le dijo ¡Quédate conmigo, quédate para siempre a
mi lado! y mis labios le mintieron, como siempre... ¡Adiós, cielo, adiós, mi
ángel! Ella se fue y la gente volvió, y las risas, y el olor a sudor, y a
tabaco... y la borrachera... la tremenda borrachera. Y en la mirada de la
miniatura de mujer había sexo, sexo del bueno, y en la mía solo había lágrimas,
lágrimas de dolor. Me fui sin despedirme de nadie, atravesé el boquete en el
muro y descendí las escaleras de un infierno en construcción.
Rafael
Martínez Sainero